LA FURIA LENTA. Relato Completo


LA FURIA LENTA
(Este relato está publicado en el libro Barrer la carretera, de Editorial Celya.
Fue Premio en el XI Certamen de Narrativa Social «Al Margen»).
Enrique Galindo

No todo comenzó con un corazón trazado en un árbol. No todo hace más de trescientos millones de años. Sin em­bargo, fue el principio.
      Era un dinosaurio varado en tierra, un amasijo de ma­dera y ramas con la piel cuarteada por la edad, un esplen­dor de hojas en magnificencia, la piel de un mamut con la sabiduría de la vejez y las marcas de la vida –que no de la historia, porque no está escrito–. O sí. Tal vez halla algo de historia en aquel pequeño escrito, apenas cuatro palabras la­bradas que para el gigante no significaban nada: un tatuaje de navaja, una esquirla, la marca que los humanos se dejan en las cortezas como prueba de lo que llaman amor: Juan ama a Raquel. Y las líneas curvas de un corazón por encima de un óvalo en forma de nube; que pudo querer decir: mi amor está por encima de todo, flota sobre de las nubes para no ser alcanzado.
      Hace tantas épocas que está de pie que ya no recuerda ni sus recuerdos y, no obstante, tiene presentes todos y cada uno de los días que han aportado algo importante a sus anillos.
Si el tiempo se contase por disgustos podría decir que no vivió, por suerte no es así y puede afirmar, aunque sea con un movimiento de ramas, que ha disfrutado todos los pájaros que contuvo, los vientos que los acariciaron, las tor­mentas con las que batalló; incluso el rayo que…, sería la década… ¡Da lo mismo!, el nombre de los años no es sino una forma de detener el tiempo para verlo pasar ante los sentidos. Pero él no necesita medir el tiempo, forma parte de sus instantes, por eso nadie sabe ponerle edad, ¡qué más da que tenga mil o tres mil quinientos años, si las dos cifras son verdad!
Los humanos admiran su frondosidad y sus brazos en candelabro, ¡si vieran el universo de raíces! Arriba solo está la parte de iceberg; debajo, la sabiduría chupando del néctar de los arquetipos del planeta. Aunque aún le queda vida, bebe de las estructuras de antepasados que comenzaron a tejer anillos hace más de tres mil de lo que los hombres llaman siglos.
Los disgustos fueron apenas tres, que se sepa: un terre­moto de los que dejan la tierra baldía y los astros palpitan­do. Después, aquel rayo inmisericorde que creyó de justicia divina.
El terremoto.
El rayo.
Luego, el corazón perfilado a cuchilla en su tronco.
Hasta que llegó el gran mal: la carretera.
      Pudieran ser aquellas marcas las que le despertaron de los tiempos del magma, del prototipo arbóreo en el principio de las épocas. Pudo ser también el hecho de que aquel hom­bre, el Juan de las hendiduras a navaja, pasado el tiempo –aunque apenas un suspiro para el árbol–, volviera como verdugo a ejecutar, no ya unas endebles marcas sobre la cor­teza que ni siquiera merecieron recuerdo, tampoco para la tal Raquel, que nunca llegó a materializar los deseos del entonces joven Juan.
      Tal vez el motivo de la ira fuese la carretera, esa que desertizó una franja de tierra como cinta de cometa in­móvil al viento. Juan llegó con los monstruos, con má­quinas rodantes amarillas y blancas de uno y dos brazos; también, con ruedas enormes y rodillos de piedra, apiso­nadoras y palas cargadas del negro pestilente, del chapa­pote del diablo.
      Eso sí estremeció al dinosaurio de cien brazos. Posible­mente fue entonces cuando decidió no perdonar que le arrancaran sus ardillas, que expulsasen a los ruiseñores y gorriones de su lado, las mariposas y las culebras; incluso aquel búho de ojos de luna llena que giraba la cabeza como una noria de agua. No sirvió de nada, porque nunca supo que el proyecto de carretera nacional se había desviado unos metros por salvarlo precisamente a él, que figuraba en los libros con la explicación: «Roble milenario. Se calcula que supera los mil ochocientos años. Sus ramas llegan a alcanzar una altura superior a veinte metros. Su tronco tiene tres y medio de diámetro. Podría ser el roble vivo más antiguo del mundo».
      El proyecto de la nueva calzada llevó a unos cuantos eco­logistas de la comarca a encadenarse a su tronco para sal­varlo. Encierros, manifestaciones y otras formas de defensa consiguieron el reconocimiento de ejemplar único prote­gido y patrimonio de la UNESCO. Lo que, para Juan, su­puso una afrenta; él, que nunca gustó de otra cosa que no fueran las mujeres y no perdonó la ofensa del ninguneo de Raquel a favor de un pobre salvador de naturalezas.
Nada de eso importó cuando declararon el desierto en esa cinta que ahora se iba cubriendo de negro y piedra, y donde sus hermanos y amigos no habitaban ya. Callado, observaba desde el laberinto de raíces que, como el corazón de madera, recibía vibraciones que le hablaban de cada uno de los abandonos, de los susurros, de los aullidos, de los chillidos que se dejaban de percibir. Eso no lo veía el árbol –es sabido que no poseen los sentidos de la vista y el oído–, pero sí lo percibió a través de los estremecimientos de la tie­rra, para eso extienden sus múltiples tentáculos en las líneas telúricas del subsuelo. Lo que captó fueron vibraciones, ma­las vibraciones emanando del hombre aquel.
Hubiese bastado para dejarlo tal y como estaba; pero no, Juan –aquel humano– tuvo que bajarse de su máquina des­tructora propulsada sobre cadenas como orugas, coger aque­lla sierra –también con cadenas– e intentó cortar el tronco milenario para destruir de una vez por todas las prueba de un fracaso, con forma de corazón tatuado que nunca llegó a un amor. Pudiera haber sido por eso, o porque el cabecilla de los ecologistas era el tontaco que se llevó al fin, al huerto, a la Raquel. Y de allí al altar y a la casa y a los hijos.
No lo consiguió. Tanta densidad en anillos de años de crecimiento continuo lo habían endurecido, también su corazón, de tal forma que Juan rompió la cadena con ape­nas penetrar un palmo en el tronco. Después, sudando y cabreado, subió a su máquina y con la pala acertó a romper un par de ramas antes de marchar.
      Pasó una noche de muchos días y el gigante tuvo la du­ración necesaria para meditar su situación: su soledad ame­nazada, la desbandada de su mundo y sus compañeros, a los que se sentía obligado a proteger, aunque solo fuera porque él era el grande, el sabio –con esa sapiencia que otorga el tiempo y la quietud–. Al final de la noche ocurrió todo, como si hubiera sido provocado por un impulso lento. Y no todo fue por el corazón trazado, ni siquiera comenzó hace más de trescientos millones de años.
El cráter tuvo la dimensión de la copa con un perímetro que cubría la carretera y la quebraba como un volcán recién erupcionado. Tierra extendida por todas partes y huecos de serpiente asomaron por doquier. El foso era todas las fosas de las últimas guerras. Restos de aromas a verde fresco. Ra­mas, raíces, hojas arrancadas regaban un centenar de metros añorando al que dejó semejante vacío. Si los habitantes del bosque lloraron la carretera hecha de cinta del demonio, ahora quedaba la alarma al ver los despojos de la ausencia. El roble milenario ya no ocupaba su espacio. Había deserta­do dejando un pozo de tierra húmeda en el que se mezcla­ban puntas de iceberg de asfalto petrificado.
      Luego, la carretera en su huida cuesta abajo dejaba más y más señales de tierra y hojas, restos de raíces y madera, y más corteza, en una huida hacia adelante. Alguno de los animales del bosque recordó la cara del hombre aquel, el de la sierra de ruido, al que la chica llamada Raquel había dejado plantado debajo del árbol una tarde de otoño nublado para marcharse con el otro, el defensor de árboles. Otros recordaron las quejas sordas del dinosaurio, las extrañas vibraciones telúricas que se incrementaban por las noches, como si desde el subsuelo qui­siera hablar con la luna o despertar a los druidas.
Un par de kilómetros más allá, al final gris de la franja de civilización, se percibía el amasijo, el cementerio de elefantes naranja y blanco. Los aceros se curvaban en líneas imposi­bles, estrangulados y retorcidos de forma carnavalesca. La pala había sido arrancada e incrustada en el asfalto a varios metros de distancia. Las ruedas deshechas en jirones, mez­cladas con ramas sueltas, viruta y astillas, cortezas donde no sobresalían corazones.
También el humano, Juan, estaba allí, con una raíz como liana cortándole el cuello y dejando en un amasijo de carne roja lo que fue. La batalla se cerraba en un erial de hojas cu­briendo los rastros de la batalla y el chinarro del chapapote expandiendo la escena. Del gigante no había otro rastro que no fuera alguna bellota y el arrastrar de tierra mojada y raíces pesadas más allá, en dirección a los otros vehículos: la asfalta­dora, el camión de graba, la apisonadora…
      Seguramente no sirviera ni rezar para pararlo. La furia de un árbol tarda en encenderse, después es lenta en debili­tarse. Muy lenta. Y trae consigo todas las tempestades que padeció en sus siglos.

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