CONGESO DE UENDES Y LIBOS1 (Relato completo)
Enrique Galindo
1 N. del A:
El narrador no se hace responsable de las ratas que pudiera haber en el texto.
La sombra
pasó por delante de la iglesia de San Miguel. Siguió por un callejón cercano
tras echar un vistazo a las portadas de la calle. Se detuvo delante de una
fachada con dos columnas en las que figuraba, labrada en cada una de ellas, una
lamparilla. Al hacer una mueca para oler el aire le llegó un resto atávico a
objetos quemados, un tufo a leyenda enmohecida. Hizo temblar la noche con tres
aldabonazos secos que nadie en la calle pareció escuchar. Las tinieblas de la
medianoche y la frecuencia de los sonidos, en otro nivel al de los humanos,
guardaron el secreto. Esperó. Cuando la puerta se fue entreabriendo, con un
chirrido lejano, pudo ver mejor el ojo de un cuerpo encogido. Hacía unas
décadas que no se había producido la llamada. Tal vez cincuenta años. Y su paz
no era para dejarla en manos del primero que llegase. Pero los golpes habían
sido tres, espaciados por silencios completos. Abrió.
–¡Has de venir! –dijo, con timbre
metálico, la voz que emanó de aquel cuerpecito que lo visitaba.
A primera vista reconoció en él los atributos de un duende
hermanado: pies largos, nariz aguileña, piel recia y arrugada, orejas grandes y
puntiagudas. La boca se adivinaba ensanchable a voluntad de su dueño.
No sirvieron las protestas, los gemidos, los pataleos y aspavientos
que realizó con la intención de negarse. Tampoco la tesis argumentada:
–¡Años, muchos años! ¡Tantos que ya no me acuerdo! Desde que se
marchó la bruja nadie se ha dignado a visitarme. Y he tenido que hacer solo,
¡sí, yo solo!, la tarea de incordiar a los toledanos. Y encima hacerme cargo de
la enorme biblioteca del Alcázar. Para que ahora vengáis a decirme: «tienes que
venir, tienes que venir». ¡No, no voy y no voy. Dejadme en paz!
Cerró la puerta de golpe. Las columnas vibraron.
–Se ha decidido hacer este año en Toledo el congreso de la media
centena. Tú serás el anfitrión.
Un chirrido espeso dejó paso a una abertura mayor entre la puerta
y la jamba de piedra, y en ella se pudo apreciar unos grandes ojos grises con
ojeras. El personaje, con una mano, mostrando un agujero en el centro, sujetaba
la hoja de madera recia.
–Eso puede ser interesante. ¿Dónde?
–Donde podamos movernos a nuestras anchas y haya material para
practicar. ¡La biblioteca!
Abrió la puerta del todo. Los goznes gritaron quejumbrosos. Del
interior fue emergiendo un olor a tierra húmeda y sábanas de lana sin pulir.
–¡Pasa y cuenta! –refunfuñó.
Sábado al
ponerse el sol. La sala de conferencias se hallaba a rebosar. No solo las
sillas, también los espacios libres entre asientos y paredes. Fuera, en el
pasillo, unos cuerpos corrían, otros se arrastraban y casi todos emitían
sonidos, más agudos o más broncos. El marco mostraba un cúmulo de gruñidos. Los
que estaban en sillas no quiere decir que lo hicieran sentados, pues alguno
inspeccionaba los bajos desde el suelo y otro empleaba el asiento como elemento
malabar.
A una señal todos callaron. Bueno, excepto
el Cuélebre que se rascaba la espalda con la pared y desprendía un humo de
escamas y sonido de cascabeles acatarrados.
En el mostrador de oradores, delante de un
cartel superpuesto a una imagen antigua de Toledo, en letras góticas, figuraba
la inscripción «X Congreso de duendes y libros». En la mesa, sonreían cuatro
seres con distintos tonos de carne, desde el verde grisáceo al beige neutro.
El anfitrión lucía su mejor piel, una que
le regaló una meiga de Cambados, y le dijo que estaba confeccionada con cuero
de unicornio. Aunque, cuando se la ponía, el olor le recordaba al de las
cabras. A su derecha se hallaba el decano, el duende Martinico, con su atuendo
de fraile. Siempre respetado, desde que apareció retratado en uno de los grabados
de Goya. Sonreía con sus dientecillos afilados y las orejas trémulas.
A la derecha del decano, subía y bajaba
sus orejuelas picudas El Trasgu. Esta vez no vestía la habitual casaca y las
polainas, sino un traje de chaqueta de corte cruzado que le favorecía bastante,
aunque el contraste con su acostumbrado gorro escarlata, al que no había
querido renunciar, estropeaba el cuadro.
A la izquierda del anfitrión, un pequeño trasno se elevaba sobre
los demás, sentado en una torre de libros enciclopédicos al objeto de alcanzar
a la mesa; pero, en los preparativos, había reunido tomos de más y parecía
flotar por encima de la presidencia, a solo unos palmos de tocar el techo.
Martinico pidió silencio hasta quince veces. Cuando consiguió que
el nivel de ruido se redujera a pequeños cuchicheos en el fondo de la sala y
en el pasillo exterior, comenzó:
–Quiero, antes de nada, dar las gracias a nuestro anfitrión,
Miguelín, por acogernos en esta sorprendente biblioteca, desconocida hasta la
fecha para la mayoría de nosotros. Y a todos vosotros por dejar de lado las
trastadas, travesuras y picardías durante un fin de semana para compartir los
métodos que empleamos en nuestro ilustre oficio, y proponer innovaciones
acordes a los nuevos tiempos. Este Alcázar nos acoge desde los confines del
tiempo, y no voy a hablar de las hazañas transcurridas en él, ya que el tema de
nuestro encuentro no es la historia, sino los libros y, más aún, la amenaza
para nuestro oficio y supervivencia de lo que los humanos llaman Nuevas
Tecnologías.
Entre los personajillos de la sala se
encontraba lo más granado de las leyendas y fábulas nacionales, aquellos que
una mente homicida racional les hubiera negado la existencia, incluso si
pudiera asomarse por un agujero y observar la caterva que había tomado la
biblioteca regional. No quisieron perderse el evento Laxana, el Espumeru ni el
Sumiciu, que acudieron con un par de cajas de botellas de sidra. Tampoco el Bú,
Argiduna, algunos Malismos, ni un ser etéreo con formas cambiantes que sugerían
volutas de humos y que decía venir en nombre de La Encantá, a la que no le era
permitido abandonar su cerro manchego, allá por Villarrobledo.
Este año, el invitado internacional,
huésped de honor, era el Leprechaun irlandés. Sonreía en un rictus irónico, con
la cara arrugada y un sombrero de media chistera que lucía una hebilla cuadrada
en el frente. Sin olvidar su inseparable traje de paño verde y sus zapatos
relucientes.
Muchos eran los ojos que se agolpaban para
ver a la bella Laxana, sentada con las piernas cruzadas en primera fila,
luciendo su larga melena, trigueña y rizada, y su piel nívea a través de una
serie de velos rosados. Pero ella se hallaba con los brazos cruzados sobre las
piernas y encogida en el asiento.
Con un silencio
templado, el Cuélebre se desplazó desde el medio de la sala, dejando un espacio
que, en el acto, fue ocupado por una figura incierta. Inició la primera
intervención y, tras dar las gracias a la mesa y desprender un olor a pescado
desalado añadió:
–Antes, nuestra labor, la de todos en
general, y los duendecillos de biblioteca en particular, era más hiperactiva:
hurtar una grafía de la imprenta. ¡Ah, las imprentas aquellas, con sus
tipografías en madera o metal! Pero ahora todo es más sutil. ¿Cómo hacemos para
extraviar y/o distorsionar las letras en los textos de los ordenadores y esos
pequeños monstruos de mano que siempre están interrumpiendo con sus soniquetes
del diablo…
De repente,
como a una señal acordada, sonó la marsellesa en el medio de la sala.
Martinico negó con la cabeza y señaló la puerta. Una especie de pececillo de
medio metro, con patas, salió arrastrando una cola de caimán, con los ojos
bajos y un teléfono móvil en la mano izquierda.
–Mis amigos me han
contado los trucos con los que la creatividad les obliga a esmerarse. Algunos
se colocan junto a esas tablas granadas de teclas llamadas ordenadores y se
dedican a soplar y susurrar al oído del humano de turno cualquier cosa, en un
intento de distraerlo y que el desliz acuda a sus manos. Pero no todo queda así,
luego tienen que volver a distraerlo para no se dé cuenta de la errata cuando
corrija el texto.
Hizo un amago breve de lamento y, al levantar la cabeza, media
sala estaba envuelta en lágrimas.
Tras una serie de aplausos aislados y golpes generalizados en el
suelo, sillas y piano del fondo, siguió la segunda ponencia. El Padre Piñote,
con gafas redondas y patillas de alambre enroscadas en las orejas, tras invocar
al Albaicín, dijo que en Andalucía estaban ocupados tratando de diseñar
pequeños programas que, a modo de virus, como los inventados por informáticos
humanos, provocasen errores una vez escrito el texto, pero la cosa iba muy
despacio. Tal vez para el siguiente meeting de media centuria tendrían
algo más concreto que presentar. ¡A ver quién es capaz de sustraer letras en
los libros impúdicos esos, con caparazón de cristal, los electrónicos, mal
llamados e-book por los anglófilos! Porque ellos, y solo ellos han traído la
desgrac…
Leprechaun protestó y, con la cara enrojecida inició un tremendo berrinche
amenazando con volverse a su tierra. Solo se calmó cuando Laxana, rumorosa se
acercó a él y le hizo carantoñas en los zapatos.
Miguelín, en su turno de intervención,
defendió la tesis de que si acometían travesuras en los libros, y potenciaban las
erratas, no era más que por amor a los libros, pues, ya que la perfección no existe en el universo, tampoco existe el texto
perfecto, aunque sea un horizonte a conseguir. Y con su buen hacer, del que
había hecho gala en la biblioteca que les acogía, propiciaba que los humanos se
esmerasen aún más y corrigieran sus obras hasta la obsesión.
Entonces, una mano alargada y huesuda
apagó la luz de la sala. En el medio de la masa de cuerpos, Argiduna se iluminó
el cuerpo y dio luz suficiente para que un duende alto y desgarbado encendiera
de nuevo, con la cara contraída por risitas.
Unos vocecillas, como en off, gritaron
pidiendo libros.
–¡Eso, eso. Queremos practicar!
–respondieron otras voces.
¡Menos
palabrería
y
más tontería!
–¡Libros, libros!
Mientras Miguelín pedía a Martinico que
pusiera desorden, digo orden, escucharon un farfulleo seguido de ruido de
papel arrugándose, bajo la mesa.
Miguelín trató de continuar, quiso
recordar que su oficio era la errata, el despiste de elementos domésticos y el
ruidito nocturno y quisquilloso, pero lo que los había traído a Toledo eran
los libros. Las bocas de la sala se abrían en una especie de anacronismo
reclamando libros. Parecía que anduvieran escasos de comida y el papel fuera su
único alimento.
–¡Liiibros, liiibros!
Un par de
Malismos, envueltos en pelos largos imitación de estilo Heavy, se dedicaban a
azuzar a los demás seres con sus gritos.
–¡Liiibros,
liiibros!
No sirvieron los ruegos de Martinico, ni el gesto de súplica de
Miguelín, que se arrodillaba encima de la mesa. El trasno se había bajado del
rascacielos de libros y se frotaba una rodilla. El piano del fondo comenzó a
sonar con una tonadilla estridente y anárquica. Unas manos huesudas trataron
de meterle mano a Laxana, pero esta se revolvió y le hincó los dientes con tal
furia que casi arranca el dedo índice, más largo que los demás, al tocón.
¡Menos palabrería
y más tontería!
Los alborotadores deseaban acceder a las salas de lectura y
préstamo para comenzar las prácticas que alguien les habría prometido. Una
biblioteca casi nueva donde apenas han pasado un par de duendecillos al año…
¡Nooooo! Era lo más parecido a una biblioteca virgen. Asaltaron los textos,
dejaron caer hojas sueltas por el suelo, hicieron titilar las luces, hicieron
correteos con sillas de ruedas, se balancearon entre los estantes.
No, no olvidaron su mejor oficio: el arte de la errata.
Mientras sacaban tomos de los estantes, gritaban orgullosos de
sus trasnadas, picardías y extravíos. Volaron hojas con textos. El Bú se
paseaba cubriendo sus plumas con un enorme libro abierto a modo de paraguas. La
risa de los Malismos se dejaba oír por cada rincón. Miguelín iba de uno a otro
pidiendo que se calmasen. Martinico gritaba y amenazaba con expulsiones de la
Hermandad. El Cuélebre desprendía olor a escamas resudadas. Laxana, con
timidez, enseñaba un pecho y luego mordía.
–¡Liiibros, liiibros!
Una voz chillona soltaba injurias porque
al abrir un gran volumen ilustrado, le habían pinchado en la nariz con un objeto largo y puntiagudo. Otra, seca y bronca, le daba la
razón; a él, en un libro del mismo título le habían dado una coz. Pronto se
reunió un pequeño grupo de cinco personajes de distinto tamaño y olor y
decidieron dejar en paz esos libros que respondían con agresividad. Uno incluso
contó, acompañado de aspavientos, que lo habían abducido, manteado y elevado
por los aires. Concluyeron que debía ser obra de bruja o encantador y con
ellos, aunque confluyeran en numerosas ocasiones, era mejor no tener tratos.
Miguelín iba de una pasillo a otro y de
una sala a otra sin dejar de gritar:
–¡Mi biblioteca, mi biblioteca!
La orgía de papel y ruido, con
acompañamiento de un orfeón de luces encendiéndose y apagándose, y castigo de
solos de piano descompuestos, duró varias horas, hasta que la luz del alba
diluyó el encuentro y cada uno tomó camino a su tierra, exhaustos los más y
desesperados Martinico y Miguelín.
El domingo llegó
con sonido a catedral. Por la ciudad se corrió el rumor de que, por la noche,
se observaron luces intermitentes en las torres del Alcázar. Hubo quien dijo
haber escuchado ruidos sombríos. Incluso se habló de fantasmas de la guerra.
El
lunes, un periodista de La Tribuna, cuando acudía temprano a la biblioteca, se
encontró con los guardias de seguridad impidiendo la entrada al edificio. Fue
retenido sin permitirle acceder a los ascensores ni darle explicaciones. Tras
insistir en que deseaba hablar con el director, lo acompañaron al interior,
pero le dijeron que tenía que esperar. Dentro, algunos funcionarios iban y
venían siguiendo las órdenes del director que, con
ojillos a punto de soltar las lágrimas, no terminaba de comprender lo ocurrido.
Por el pasillo, se veían
regados papeles sueltos, páginas separadas de sus tomos, como pájaros aplanados
después del vuelo. En la sala de préstamo, la colocación no obedecía al orden
alfabético.
–¡Revisar cada texto, hacer
catas. Es necesario saber qué ha pasado!
La policía tomaba huellas
en la sala de conferencias. Esta aparecía con las sillas volcadas y papeles por
el suelo. La tapa del piano estaba levantada y en el aire se mantenía la
vibración de una tocata de Bach distorsionada. Ninguna puerta había sido forzada.
Los detectores de huellas no encontraron pruebas de la presencia de gamberros
o ladrones.
Una de las funcionarias, L., apareció con el primer libro en el
que se detectaron erratas. Le llamaba la atención que nadie se hubiera fijado
anteriormente:
–¿Alguno de vosotros se cree que Lorca escribiera Poeta en
Jamón York? –dijo al mostrar un pequeño libro de poesía con la cubierta
negra.
Pues yo he encontrado La Caverna, pero el autor que figura
es Sara Mago –respondió A.
Otro compañero ojeaba El corazón de las tiemblas, de Josep
Conrad. Buscó al final aquella frase famosa que recordaba. Al encontrarla,
leyó:
–¡El arroz, ah, el arroz!
–Pues yo he encontrado otra: La ciudad y los peros, de
Vargas Y Osa.
–¡A
ver qué os parece esta, en la sección de ciencia ficción: Fumación, de
Asimov; y Crónicas murcianas, de Bradbury
–exclamó D.L.–. Y resulta que Clarke escribió 2001, una obesa en el espacio.
La
mención a títulos transformados se fue repartiendo por la sala, cantados como
si de números de la lotería se tratase: Cien años de sol y edad; Leyendas
y fricciones, de Antonio Illán; Los hermanos Kalashnikov,
Dostoyevski; Guerra y pan, Tolstoi; La Náusea, de Sastre; La
guerra de las Dalias, Julio Cesar; Blancanito y los siete enanieves…
–¿Alguien sabe si este va de erotismo? El
tiempo entre posturas, María Dueñas.
–Este
no debe ser de aquí, sino de consumo: El Cid Comprador.
Y así continuó la
letanía: El último ratón, Matilde Asensi; Los pilares del entierro,
Ke te Follent; Recuerdos de Antonio Manchado, Sánchez Lubián; El
horujo, Miguel Delibes; El Monte de Condecristo, Alejandro Dumas; Jardín
al bar, M. Antonia Ricas,…
Tampoco
la sección regional se libró. Numerosos libros de arte, historia o naturaleza,
se referían a «Castilla-La Ancha», incluso a «Castilla-La Marcha». En la sala
de conferencias, un cartel se sujetaba por la esquina izquierda y caía en
cascada seca hacia el suelo, al levantarla pudieron leer: «Congeso de uendes y
libos».
Un
guardia de seguridad se presentó ante el director y le comunicó que el
periodista pedía hablar con él.
Mientras se llevaba la mano a la cabeza, tal
vez pensando, o tal vez intentando no pensar, L. Llegó corriendo con una
noticia: no todos los libros estaban alterados. Los Quijotes, todos, sin
excepción, seguían inmunes, nada aparentaba que los hubieran tocado.
El director sonrió, se mesó
la barba medio cana y, volviéndose hacia el guardia, le dijo:
–¡De perdidos al río!
Dejadle pasar.
El de La Tribuna, con el
móvil en la mano, en modo grabadora, fue tomando notas verbales de lo que veía
al pasar, haciendo exclamaciones en voz baja y gestos de negación con la
cabeza. Ya, delante del director, preguntó:
–Dígame… ¿qué cree que ha
pasado aquí este fin de semana?
El director suspirando,
extendió las manos y las elevó al cielo, luego fue encogiendo los hombros y
dijo:
–¡Duendes!
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